SIN BOLETO DE REGRESO
Salí de mi viejo barrio en Jiquilpan Michoacán sin boleto de regreso. Tenía 18 años y una figura esquelética de 42 kilos que parecía que apenas se sostenía. Aún así, me enojaba hasta los huesos que me dijeran flaca, porque por más que comía, nunca se notaba. Era la mayor de cinco hermanos en una familia donde el papá trabajaba lejos y la mamá, aunque en el mismo lugar, también. La ausencia de ambos hizo mi carácter fuerte, tan fuerte como las ganas de recorrer ese camino de un solo sentido que solo toman quienes sueñan o tienen hambre.
Me traje a Guadalajara donde me esperaba la universidad, una planta, la escasa ropa que puede tener una adolescente de pueblo y lo más importante, las suficientes ilusiones para no querer volver al primer ataque de nostalgia por la casa, sus olores, su comida y los entrañables amigos de la infancia, esos que comparten su todo y sus nadas, por puro gusto.
Lejos estaba de imaginar que además de estas tres cosas, se había adherido a mi equipaje una gran cantidad de rostros, imágenes, risas, canciones y recuerdos que nacieron en la calle Profesor Fajardo, por la que pasan todos los muertos de la ciudad. Esta lleva directo del Templo de San Francisco, en el centro, al panteón municipal.
Mi tierra de por sí ya era especial porque siempre se ha presumido como el lugar donde nació y vivió Lázaro Cárdenas, para quien mi abuelita en su juventud trabajó de cocinera. Pero ahora que lo pienso, no solo mi pueblo campesino y revolucionario era particular, también mi cuadra, o qué otra me pregunto, era capaz de ver la vida y la muerte al mismo tiempo.
Y lo digo, porque por las tardes orgullosa se convertía después de la escuela, en una enorme cancha de fútbol o el lugar ideal para que decenas de niños nos divirtiéramos jugando bote pateado, stop, resorte, encantados o la trais.
No obstante, algunas de esas mismas tardes, se vestía de solemnidad y guardaba silencio para dar paso a los cortejos fúnebres acompañados en su mayoría de mariachi o pequeños grupos de músicos ancianos como mi tío Nacho, tocando las Golondrinas, Te vas angel mío o Amor Eterno. Era inevitable si estábamos en casa, asomarnos para reconocer a los dolientes, escuchar la música, leer los letreros de las coronas y respirar ese característico olor de las flores que se dejan en las tumbas. Los ataúdes blancos de los niños, como el de mi sobrino Joselito, siempre me dieron tristeza.
Por si esto fuera poco, esta es paralela a la principal, por donde circulan los camiones, los de ida y de regreso. En la esquina está el Jardín de la Paz tupido de jacarandas moradas que sepultan el viejo cementerio del que surgieron las historias de terror que tanto nos asustaban. A tres puertas de mi casa, permanece uno de los pocos molinos de nixtamal, que además el día de reyes se da todavía el lujo de moler maíz tostado para pinole. A pesar de que Mello ya está vieja y cansada, el aroma que cada año nos regala es la gloria.
Decidí escribir sobre la Fajardo y no sobre la que actualmente vivo, porque en esta, donde nací y crecí tiene arraigo mi corazón. Tal como le sucedió al cineasta de la película Cinema Paraíso, veo recopiladas en una sola cinta las imágenes y recuerdos de mis vecinos, como el odioso Don Alfredo que con un cuchillo de cocina nos rompía las pelotas o la anciana generosa que aún pobre, nos hacía ranitas con sal cuando torteaba. También, veo la cara de mi papá, convertido en el héroe de mis historias, la de mis hermanos, de mis cuates y de mis seres más queridos como mi abuelita Julia, la mujer que nos crió y a quien acompañamos un día de marzo, a recorrer por última vez esa calle que barrió puntual por tantos años a las cinco de la mañana. Esa que va directo del Templo de San Francisco al panteón municipal, el único sitio al que todos llegan, sin boleto de regreso
Por Gricelda Torres Zambrano
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